En una iglesia de Roma vi un sepulcro de alabastro, sin nombre ni fecha, solo con la inscripción NIHIL, NADA.
La covid nos ha cuestionado sobre la muerte y la vida. De nuestros seres queridos difuntos ¿solo queda una urna con cenizas para enterrar en el monte o esparcir en el mar? Al morir ¿desaparecemos inmersos en la energía del cosmos? ¿pervivimos solo en la memoria de los descendientes? ¿hay algo más al final de la vida o solo hay la nada? ¿hay que plantearse la alternativa del suicidio, como hicieron bastantes jóvenes durante la covid? Ni la ciencia, ni la medicina tienen respuesta a estos interrogantes.
Esta problemática es tan antigua como la humanidad que siempre ha enterrado a sus muertos con respeto, a veces con provisiones para el largo viaje que les espera, otras veces en forma fetal para que renazcan de nuevo. La filosofía ha reflexionado sobre la muerte, Sócrates cree que morir es una liberación del alma de la cárcel del cuerpo. Pero solo las religiones aportan luz y esperanza: las pirámides de Egipto expresan una cierta sobrevivencia; en el mundo helénico el hades es el lugar de los muertos; religiones asiáticas profesan el karma, la reencarnación, el nirvana, la disolución en el todo, como la ola se diluye el mar.
En el mundo judío hay una fuerte vivencia de la tierra, el sheol es el lugar de los muertos, un lugar oscuro y alejado de Dios y de la vida. Pero lentamente salmos y profetas expresan su fe en una vida con Dios para siempre, su auténtico pastor no es la muerte, sino Dios, un pastor bueno que con su cayado nos acompaña, aunque caminemos por valles tenebrosos. Más aún, se anuncia que el soplo del Espíritu puede abrir tumbas y resucitar muertos. Muchos judíos, víctimas de los campos de concentración nazis, sobrevivieron o murieron confiando en el Dios de Israel, capaz de devolver la vida. El Islam cree en un paraíso.
Únicamente la aparición de Jesús de Nazaret, el Hijo del Padre hecho hombre, su vida, su muerte y su resurrección iluminan definitivamente el misterio de nuestra muerte. Jesús ha venido para darnos vida en abundancia, su Reino es vida, amor, perdón, justicia y misericordia. Jesús cura enfermos y resucita muertos, él es la resurrección y la vida, el que crea en él, aunque haya muerto, vivirá para siempre.
La Semana Santa no termina el viernes santo con la cruz y la procesión del santo sepulcro. Ángeles anuncian a las mujeres que iban con aromas al sepulcro, que Jesús no está allí, ha resucitado y se manifestará a sus discípulos en Galilea. Los relatos de las apariciones expresan de forma simbólica algo real: Jesús vive, su cuerpo glorioso mantiene las llagas y la herida del costado, consuela a los que huyen desanimados, posibilita una pesca abundante, comparte comidas con los discípulos, les confiere el Espíritu, este Espíritu por el que el Padre resucitó a Jesús de entre los muertos, como primicia de toda la creación y que resucitará a quienes sigan su estilo de vida.
No desparecen todos nuestros interrogantes sobre la muerte, estamos ante un misterio, pero tenemos la luz de la Pascua que nos ilumina. Todo lo bueno, honesto, hermoso y justo de nuestra vida, de la historia y de la tierra, nuestra familia y nuestras amistades, nada perecerá, todo se transfigurará. Mientras vivamos tenemos el compromiso de ayudar a liberar la sociedad y la tierra de toda injusticia y de toda muerte, pero esta tarea es esperanzadora, la luz de la Pascua nos acompaña. La gran misión de la Iglesia, su alegre buena noticia y su única riqueza es poder anunciar a Jesús muerto y resucitado.
Frente al NIHIL, NADA del sepulcro y de muchos escepticismos, la Iglesia nos ofrece la esperanza de la Pascua, la muerte como un nuevo nacimiento a una vida nueva y sin ocaso en Cristo.
Víctor Codina.